CENTRO CULTURAL SAN FRANCISCO SOLANO

La ayuda alimentaria en manos corporativas

Cooperativa El Pa Sencer


¿Cómo funcionarían los sistemas de ayuda alimentaria en una sociedad que priorizara la soberanía alimentaria? Probablemente no serían necesarios; pero, pensando en avanzar hacia ese horizonte, tampoco parece que los últimos acontecimientos, importantes en este momento de crisis, vayan en esa dirección.


La pandemia y los meses de confinamiento supusieron un enorme reto para los sistemas de ayuda alimentaria que las diferentes administraciones y entidades sociales sostenían hasta ese momento, lo que, entre otras cosas, ha llevado a revisar dichos procedimientos, especialmente durante estos dos últimos años, ya que el nuevo sistema debe estar operativo en 2024. Se trata de una cuestión doblemente importante a día de hoy. Primero, porque la inflación alimentaria está haciendo que muchas personas tengan dificultades para acceder a los alimentos básicos, agravando la situación de vulnerabilidad de muchas familias; segundo, porque este mecanismo público de abastecimiento alimentario supone una oportunidad para construir propuestas centradas en la agricultura local con base en la agroecología y en la economía social y solidaria.


Sin embargo, en una sociedad regida por el beneficio económico y donde las grandes empresas tienen poder de condicionar las políticas públicas, los cambios que finalmente implementarán las administraciones consiguen lo imposible, ir de mal en peor. Aquí explicamos el relato de lo ocurrido y una interpretación crítica.


Asistencialismo y verticalidad

El modelo de ayuda alimentaria que ha existido hasta la fecha tiene un sesgo claramente asistencialista. Como se explicó detalladamente en el número 40 de esta revista, el sistema funciona a partir de un presupuesto económico de la Unión Europea (es decir, de nuestros impuestos) que gestionaba el Ministerio de Agricultura. Este se encargaba de comprar una serie de alimentos básicos —entre los que no abundaban los productos frescos— a través de licitaciones a empresas para luego entregarlos a tres grandes entidades del tercer sector: Cáritas, Cruz Roja y el Banco de Alimentos. Cada una de ellas, finalmente, entregaba bolsas o lotes con un surtido de estos productos a las personas que, previo paso por el sistema facilitando sus datos, eran calificadas como «pobres» y no tenían ningún tipo de participación. Se cerraba así un mecanismo que solo buscaba llenar estómagos y cubrir expedientes.


Durante mucho tiempo, y especialmente durante los meses del confinamiento, este modelo se criticó con argumentos contundentes. Por un lado, la estigmatización que suponía ir a recoger comida a lugares como parroquias, bancos de alimentos o instituciones benéficas. Por otro, que se tratara de un sistema público que acababa favoreciendo a multinacionales de la alimentación industrial, que eran las que se beneficiaban año tras año de las licitaciones del Ministerio de Agricultura. Ochenta millones de euros de dinero público transferido a dieciséis grandes empresas, en el último año. Había que sumar, además, la crítica que el propio Ministerio de Sanidad, Consumo y Bienestar social hacía acerca de la necesidad de reformar este tipo de ayudas para poder incluir productos frescos como frutas y verduras, así como lácteos, carnes o pescados.


Y, por último, todos los agentes implicados coincidían en otro gran problema: esta cantidad de 80 millones que aporta en un 85% el Fondo de Ayuda Europea para los Más Desfavorecidos (FEAD), era insuficiente para abordar un problema de falta de acceso a los alimentos que cada vez afecta a más población.


En la sociedad civil, mientras se cuestionaba este mecanismo, se construían y ponían en práctica pequeñas alternativas que desafiaban el modelo con otras lógicas y maneras de hacer. En diferentes territorios aparecieron iniciativas basadas en el apoyo mutuo, la economía social y solidaria y la agroecología, que demostraban que los fondos dedicados a adquirir alimentos podían recaer sobre los circuitos de producción y distribución que cuidan la tierra, reparten equitativamente el beneficio y suministran alimentos frescos y nutritivos de máxima calidad.



La Mimosa


La Mimosa es un proyecto de ayuda alimentaria que se sale de los canales habituales. Su particularidad radica en que las personas en situación de vulnerabilidad, en lugar de obtener alimentos en un hipermercado o en un punto de distribución de comida, se inscriben en una asociación de consumidores y consumidoras de producto agroecológico de Granollers, la Magrana Vallesana. Las familias que participan en el proyecto disponen de un saldo mensual para consumir los productos alimentarios que decidan, de este modo tienen acceso a alimentos saludables y sostenibles, y forman parte de la asociación como cualquier otra persona socia.


El departamento de servicios sociales del Ayuntamiento de Granollers y Cruz Roja seleccionan y llevan a cabo un seguimiento de las familias beneficiarias y buscan perfiles que valoren especialmente la alimentación saludable. La Magrana Vallesana acoge a estas personas en la asociación y las acompaña y asesora en lo que sea necesario.


La Mimosa empezó en noviembre de 2021, con 6 familias, y su valoración es bastante positiva; las personas beneficiarias han normalizado y valoran el consumo de productos agroecológicos y la Granada Vallesana se ha implicado en acogerlas e integrarlas en la asociación.


En el equipo que coordina el proyecto participa personal de diferentes servicios del Ayuntamiento de Granollers (salud pública, servicios sociales y promoción económica), Cruz Roja, y la Magrana Vallesana. Se revisa el consumo de las personas beneficiarias y se valora la evolución del proyecto para plantear mejoras, en su caso.


La Mimosa es una iniciativa transformadora, que abre una nueva vía para adquirir alimentos saludables a personas que quedarían excluidas, reduce su estigmatización, propicia interacciones entre personas diversas y contribuye a ampliar el mercado a los productores locales.


Hasta ahora la iniciativa ha podido financiarse con fondos europeos, en el marco del proyecto Interlace, pero la principal dificultad para garantizar su continuidad es conseguir financiación regular y estable. Este reto se hace aún más complicado con los cambios previstos en los FEAD (Fondo de Ayuda Europea para las Personas más Desfavorecidas), que implicarán una reducción drástica del número de familias beneficiarias de este fondo y añadirán aún más presión a los sistemas de ayuda alimentaria alternativos.


¿Qué es barato y qué es caro?

Así pues, con todos estos ingredientes sobre la mesa, la Unión Europea abrió la posibilidad de que cada estado propusiera nuevas fórmulas para garantizar, como es su obligación, el derecho a la alimentación.


Quienes apostamos por políticas de soberanía alimentaria, defendimos y visibilizamos todas esas experiencias a pequeña escala que demostraban a las administraciones que se podía construir la ayuda alimentaria (o una parte de esta) con base en un tejido asociativo local que al mismo tiempo se fortalecía. Nuestra cooperativa ha podido hacer un seguimiento cercano a los diferentes espacios de debate y hay que reconocer que, al menos en Catalunya, los departamentos de agricultura y de alimentación de las administraciones locales mayoritariamente se pusieron al lado de este tipo de propuestas, o incluso las lideraron.


Por el contrario, los departamentos de servicios sociales dudaron desde el principio de este planteamiento. Su argumento principal se centró en que los precios de los alimentos agroecológicos encarecían la composición de la cesta básica y, por tanto, esta opción haría que se llegara a menos gente con los mismos fondos.


Y es en este marco donde nos encontramos con la primera trampa: ¿quién decide que una cesta es barata o cara y en qué se basa? ¿Se quiere promover una cesta básica «barata» con la compra de marcas blancas en un mercado controlado por las grandes corporaciones o se quiere promover una cesta «barata» con la compra de productos locales y frescos que garantice la justicia social en toda la cadena alimentaria? ¿Estamos hablando de grandes diferencias económicas? ¿Diez euros más por persona y semana es mucho?


Tarjetas monedero para la libre elección

Además del factor ‘eficacia’; es decir, conseguir el máximo de comida sin importar su procedencia, calidad y equilibro nutricional ni a qué empresas se beneficia, el Estado y los propios procesos de reflexión impusieron un condicionante extra: el nuevo mecanismo debía funcionar entregando tarjetas monedero: un dispositivo tecnológico asociado a un presupuesto por unidad familiar, para que las personas beneficiarias pudieran escoger qué alimentos adquirir.


Al principio, las organizaciones por la soberanía alimentaria no fuimos capaces de detectar todo su ‘poder’. Parecía que entregar a las personas una tarjeta con fondos para acceder a los alimentos no tenía por qué influir en las cuestiones clave: qué alimentos, procedentes de dónde, qué forma de distribuir, etc. Y, de hecho, para los equipos mixtos entre departamentos de alimentación de las administraciones y las organizaciones de base, un mecanismo con tarjeta no suponía problema; son muchos los espacios agroecológicos que usan esta tecnología con normalidad, como las cooperativas de consumo, los mercados locales o los supermercados cooperativos.


Sin embargo, la excusa de entregar una tarjeta para la libre elección de los alimentos condujo finalmente a reducir todo el espectro de posibles canales y fórmulas de abastecimiento alimentario a uno solo controlado por las grandes superficies y las entidades bancarias.


Parece evidente que, además de seguir inyectando dinero público a los baluartes del capitalismo, esta fórmula no aporta ninguna mejora. En primer lugar, disponiendo de la misma cantidad de fondos asignados para estos programas que con el modelo de bancos de alimentos anterior, ahora se repartirá menos comida. Anteriormente, el Ministerio de Agricultura podía adquirir los alimentos a precio de fábrica, pero ahora el precio al que los beneficiarios ‘comprarán’ la comida con su tarjeta será el que marca el supermercado. ¿Para qué reformar un sistema de ayuda si no hay intención de dotarlo de suficientes recursos?


En segundo lugar, el argumento de romper con la estigmatización a través de la posibilidad de comprar en una gran superficie supone tratar a las personas simplemente como consumidoras. Seguimos dentro del paradigma de la alimentación como mercancía, incluso en el ámbito de la ayuda alimentaria.


Por último, el derecho a elegir se impone sobre el derecho a una correcta alimentación, puesto que tras esta propuesta no hay nada que acompañe y promueva buenos hábitos alimentarios. Entrar en una gran superficie es, de nuevo, salir cargado con productos procesados de la agricultura industrial.


¿Ocasión perdida?

A nuestro entender, abrir decididamente la compra pública (comedores escolares, de centros penitenciarios, de hospitales, la ayuda alimentaria…) a las propuestas agroecológicas no solo es un deber para garantizar que estos fondos dedicados a la alimentación reviertan en la agricultura local y ecológica, sino que, además, debería ser la pista de despegue para experimentar fórmulas que progresivamente equiparen la alimentación con otros derechos fundamentales, como la sanidad o la educación.


Si bien parece que desde el próximo año la gran mayoría de los fondos de la ayuda alimentaria pasarán a manos de un par de entidades bancarias y un par de grandes cadenas de la distribución, esperamos que no todas las administraciones dejen de lado sus discursos a favor de la alimentación saludable, el comercio local y los alimentos ecológicos. En alianza con las organizaciones del sector de ayuda alimentaria y con las entidades que trabajan la producción y distribución agroecológica, es posible seguir poniendo en marcha múltiples y diversas experiencias que sirvan para demostrar que hay alternativas al poder de la agroindustria y la banca.